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jueves, 30 de septiembre de 2010

Una tarde de domingo.





Estamos en una ciudad que hasta hace poco nos era completamente desconocida y que ahora nos parece muy bella y acogedora.
A veces, tal como sucede en esta radiante tarde de domingo, nos preguntamos si será debido al benéfico efecto del clima que se disfruta aquí o si la sensación de beatitud que nos invade el ánimo y provoca nuestra armonía vital con el entorno surgirá exclusivamente desde nuestro interior.
Dedicamos un ratito de silenciosa admiración a los pequeños pájaros que disputan entre las ramas de los tupidos árboles; éstos pequeñuelos parecen tener una viveza extraordinaria e incansable cuando se enzarzan en las incruentas refriegas que les hacen perseguirse y piar, enloquecidos y valentones, agitando las penachos más altos de los esbeltos cipreses  y esquivando magistralmente las espinas de las mondas acacias, ejecutando una coreografía tan salvaje que nos abruma y nos hace preocuparnos hasta que, dándonos un respiro, podemos observarlos, terminada la preciosa exhibición, picoteando, en armónica vecindad, los dulces frutos de las muchas moreras que generosas ceden a la fatal atracción terrestre y lanzan al suelo sus maduras golosinas negras y blancas que tanto parecen apetecer a los diminutos guerreros.
Nos acogemos, cansados del largo paseo dominical, a la hospitalidad del único banco que disfruta de sombra, bien parca, por cierto, y al que además le falta el listón de madera central, con lo que se convierte en espejismo el poder abandonar totalmente nuestros cuerpos al indolente reposo y disfrutar así, bien sentados, del  espectacular colorido de la puesta de sol tan espléndida que ya comenzó por el oeste.
Al cobijo de la alta palmera cuajada de broncíneos dátiles bajo cuyo amparo está el banco, firmemente anclado al pavimento, podemos observar un segmentado cielo carente de nubes cuya luminosidad se filtra entre las alarmantes púas de las palmas. Algunos preciosos ejemplares de cotorras se distinguen, pese a la altura de éste espécimen arbóreo, cual pinceladas de un verde intenso, agarradas a las cimbreantes ramas y parecen comentar, entre chirriantes clamoreos, las incidencias del día.
Por Pascua, a poco de nuestro traslado, llegaron las golondrinas, parecían muy cansadas, sin demasiado ánimo para juguetear y recordarse las unas a las otras el motivo de su gran odisea, sólo se saludaban, cortando el aire con sus penetrantes chirridos y ejecutando unos vuelos cortos y sincopados al amanecer y a estas mismas horas, sin convicción, ahora no es así; atemoriza observar el empeño que la Naturaleza impone, tirana y dominadora, a todas sus criaturas. Pronto acabará este mes de mayo, húmedo en extremo, demasiado para el lugar, y la urgencia es tanta en las bellas voladoras que apesadumbra ver lo poco que les es permitido descansar y lo mucho que se esfuerzan por cumplir su cometido.
Los pajarillos, ahítos de dulce manjar, retoman con brío las mutuas  persecuciones y a su ausencia, violenta e inesperada, acuden a relevarlos en el ramoneo a los pies de las generosas moreras, que tantos frutos regalan antes incluso de procurarse hojas, algunas tórtolas de andar pausado y también las nerviosas palomas.
Una bola de oro líquido se resiste a hundirse en el lejano horizonte, los blancos pechos de centenares de gaviotas que atraviesan el cielo en busca de la proximidad del cercano mar aparecen rosados y como de festivo y dulce algodón de feria; retornan de los vertederos en donde obtienen el diario alimento, cruzando la ciudad hasta sus habitaciones nocturnas: la gran escollera que se está construyendo para ampliar el  puerto, que pese a ser el puerto-hub que encabeza el ranking del Mediterráneo, se ha mostrado insuficiente para dar albergue a los gigantescos transportes de contenedores que es imposible descargar en las antiguas dársenas, y que atravesando mares y  océanos nos acercarán, más si cabe, las manufacturas de todo el Planeta y permitirán a la Península disfrutar la vana ilusión de que aquí no se pone el sol de los intercambios comerciales.  La laboriosidad humana parece no acabar nunca de satisfacer el ansia de arrebatarle al mar millas y millas de sus aguas; el impresionado recuerdo del colosal avance del ingenio  que cabalga sobre él, levantando montañas de sólido arraigo y provechosa utilidad, se empequeñece ante la ingente masa  de aves que estamos viendo pasar.
En la rosaleda próxima, deshojando las marchitas flores, continúan sus envites los pequeños voladores entre escandalosos piares y rasantes pasadas por encima de nuestras cabezas, más allá, en el diminuto parque de coloristas figuras, la chiquillería -encandilada por los cambios de aspecto que se producen en los toboganes y columpios gracias al ocaso-, grita y corretea, unánimemente sorda a los requerimientos familiares, pendientes únicamente de las sombras que van adueñándose del lugar de su esparcimiento y del incansable paso de las silenciosas gaviotas por los cielos a las que señalan y saludan con entusiasmo.
Dicen que los niños y los dementes poseen el don de hacer manar de sus inocentes bocas las verdades menos conocidas; parece que la sensibilidad infantil también es capaz de prever las amenazas menos patentes para el resto de sus congéneres y de repente todos los niños callan.
El aire transmite un gran silencio; lo que antes era movimiento parece haberse quedado en suspenso, hasta el astro rey rinde a las nocturnas hordas la supremacía del cielo y solo espejean  tenues reflejos rojizos y algunos colores grises.
Las criaturas, aparte de silenciosas están súbitamente mohínas, acuden prestas en busca de manos a las que agarrarse; los mayores, sorprendidos del silencio general, les dan agua con la que suavizar las acaloradas gargantas y sin saber a que atenerse miran al cielo en busca de alguna explicación racional a la aflicción de los niños.
Una brisa suave, repentinamente fresca, consigue mover las grandes palmas que hay sobre nuestras cabezas; desde lo alto,  unas pequeñas gotas se diseminan por los vestidos de domingo que con tanto esmero nos pusimos para iniciar el divertido paseo. La  artificial iluminación todavía no está encendida pues el ahorro de energía  está siendo tomada muy seriamente por los responsables del municipio y parece que es pronto para iniciar el derroche de vatios; pasará un buen rato aún hasta que sea noche cerrada y el consistorio permita que se obre el milagro de la luz.
Pese a las sombras, la vida parece retornar poco a poco hasta el jardín, como si la interrupción hubiese sido un espejismo: las golondrinas vuelven a echarle un pulso al final del día, las cotorras siguen charrando más allá, en la copa de los cercanos plátanos, los altivos cipreses ceden gentilmente sus ramas y acogen ahora en ellas -casi desmochándose los enhiestos remates- el peso de las peleonas tórtolas y de las traviesas palomas que continúan con sus interrumpidos zureos, los niños empiezan la batalla de resistencia para intentar prolongar, “un poquito más, porfa”, sus inocentes juegos, recuperada el habla y el deseo de libertad de movimientos.
En consonancia, nosotros, que ya estábamos un rato dubitativos, nos decidimos y  nos ponemos finalmente en pie, agradeciéndole al banco su prestado acomodo  -que como casi todo lo que es gratis nos ha dejado un dolorido recuerdo en salva sea la parte-, y es entonces, pese a la oscuridad circundante, cuando reparamos en que lo que entre sonrisas cómplices hemos tomado como una muestra de vida -residuo asperjado e indeseado obsequio de las inocentes aves sobre nuestra indumentaria-,  en realidad aparece como una irrefutable prueba de muerte en la inextricable rueda de la vida que con la alarmante coloración púrpura profusamente timbrada sobre nuestras ropas nos da señales inequívocas  del drama recién concluído al abrigo de la gran palmera bajo la que estábamos sentados y desde cuyas indiscretas palmas siguen goteando restos de alguna existencia llegada abruptamente al término de su permanencia en la tierra.

martes, 7 de septiembre de 2010

Blog.

Un bonito recuerdo de cuando la escultura "El Pensador" vino a meditar en la Plaza del Ayuntamiento.